Las cadenas habían sido liberadas. Lo que creía que sería luz tan sólo seguía siendo una oscuridad profunda. Inundaba como el agua llena una pecera. La inhalaba parasitando hasta la punta de sus cabellos del miedo a la nocturnidad. No fue un súbito estallido ni el galope de un percherón lo que le hizo abrir los ojos: sólo el tierno despertar, cuando se esfuma el sueño gradualmente al volver en consciencia del mundo onírico. Las cadenas habían sido liberadas. Las que le apresaban contra su asiento colgaban débiles a ambos lados, desvalidas de la fuerza que la oprimían y que, insensatas, no habían hecho más que retrasar el momento de su liberación.
Bastó un esfuerzo para levantar pero de inmediato cayó al suelo. No podía mantenerse en pie. Sentía clavarse como un millar de agujas los ojos de la negrura líquida mofándose de su estado. Qué aspecto tan patético, tirado, desarticulado en el suelo, víctima de la fragilidad. Su imagen recordaba a la perversa infancia: un niño cogiendo un par de alas de las cuales una libélula forcejeaba para elevarse de nuevo. El rasgar, como papel de éstas. La caída inevitable, al soltar, del insecto inocente, y la risa ante el intento fallido de echar el vuelo. Era él la libélula que bregaba en contra de la carencia de energía, en un intento de alejarse de la propia muerte. ¡Vergüenza, sentimiento cruel! ¿Dónde fue la gloria del pasado? No se hallaban muy lejos. Al contrario, las creía ver a su lado, como fragmentos de bolas de cristal, recipientes de humo y recuerdos, que se dispersan como montones de hojarasca pisados y pateados. Las cadenas habían sido liberadas pero se veía atado aún.
Pues, si andar no puedo, deberé deslizarme por el suelo, aunque mi efigie se me parezca más al émulo del mal reptando por un manzano que a la de un insigne caballero”, no haciendo falta incitador o peligro, dio renovada movilidad a los brazos muertos y vida al agotado corazón. En su camino o arrastre rozó un objeto, cuya sorpresa trajo más que temor una alegría intensa. Cuando dejó de girar sobre si mismo con un repique peculiar lo tomó de una mano. “¡Aja! Vieja amiga, también a ti te tuvieron presa, lejos de la mano justa de aquél que, empuñándote, atraviese el espectro del mal. Vuelve a mi, que juntos nos vengaremos, tú por tu amo, que yo me encargaré de desagraviar la ofensa a tu esencia, defensora de los amparados bajo tu filo”. Al levantar, con nueva esperanza en el pecho, avanzó haciendo caso omiso al poco equilibrio que le permitían sus pies hasta llegar a la puerta de su cárcel, de aquella extraña y sombría sala donde lo habían confinado, la cual con solemnidad fue abierta con la pequeña mano de tan bizarro hidalgo. Las cadenas habían sido liberadas y se retraían de miedo con su peculiar sonido metálico.
Un enorme pasillo repleto de luz se extendió ahora ante él. Quiso volver la cabeza para ver, ahora iluminada, la sala de su cautiverio pero se contuvo temiendo correr la misma suerte que Orfeo y su libertad en forma de Eurídice se esfumara de pronto. De esta manera, avanzando cabeza al frente y corriendo lo que podía por el alargado recinto se vio forzado a detenerse. ¿Qué eran aquellos sonidos que se escuchaban de repente? ¿Qué era ese espanto que de nuevo lo inmovilizaba? “Los pasos de un monstruo”, pensó. “¿Son las pisadas del gigante macho las que retumban ahora en mi cabeza o me he vuelto loco acaso? No, funcionan bien mis oídos al igual que mi vista, porque lo veo desde el fondo emerger, de la fuente de luz a la que me dirijo. Ha tomado mi tierra, es seguro, y a todos aquellos que allí habitan. Ahora se ha percatado de mi presencia pues su rostro se ha tornado en la imagen de la sorpresa. ¡Ahora se acerca!” Nuestro valeroso protagonista corrió hacia él entonces, con hálito acelerado y el corazón bombeante en la garganta.
“Las cadenas fueron liberadas ¡Sabed, bestia o demonio, que jamás bajo la guardia de mi arma justiciera se permitirán semejantes irreverencias a los terrenos de la torre deslizante, del castillo balanceante y los extensos campos de arena que van más allá del horizonte, y que el desacato a mi tierra se paga con la cabeza del traidor”, balbuceó emitiendo sonidos confusos e indescriptibles. “Decidid, pues, si queréis, bestia o demonio, salir con vida o pelear dignamente por vuestras pérfidas intenciones”.
El gigante macho, lejos de sentirse amenazado, permaneció de pie. “Pobre insensato. En el momento cercano a su derrota hasta yo puedo sentir pena por él, pero es por una causa superior a mi competencia por la que peleo, no por la compasión hacia el prójimo. Es ésa tarea de otros”. Y concluyó, guiando la empuñadura bien asida a su objetivo. “¡Preparaos! “¡Carolina!”, de repente gritó su oponente. “¡Carolina!”, repitió, yéndose de forma apresurada del lugar. “Es evidente”, pensó, “que su seso blando de gigante ha sabido, por un momento, reconocer el peligro y la derrota y, cegado por la luz del bien que mi cuerpo irradia, ha sido incapaz de permanecer ante mi persona, por lo cual ha huido. Es menester no menospreciar el juicio de estos seres, que pueden valorar la grandeza de un contrincante y valorar si les es pernicioso en demasía o pueden sobrevivir a una batalla”, cavilaba sobre todo este asunto sin detener su marcha hacia el exterior, bien pagado de si mismo.
Creía ver, a lo lejos, en cada destello de luz un recibimiento para alguien tan insigne como él, que había escapado de la cueva de los malignos engendros. Correrían los juegos y los cantos entre sus allegados y todos alabarían su audacia. Los trovadores contarían sus historias y el retrato de la carrera que comenzó se grabaría con tinta indeleble en las páginas de la historia. Formulando en murmullos estas quimeras, avanzaba con pie firme y cuidadoso contagiándose él mismo de la alegría de las fiestas en su honor, que aún no se habían celebrado. Todas estas ideas comenzaron a nublarse, así como su vista. El mismo peso que en un momento, que tan lejano parecía colgaba de nuevo en sus párpados. Las fuerzas le abandonaban a medida que los pasos iban acortándose, hasta caer de nuevo al suelo. Una nebulosa ocupó su pensamiento. “Oigo más allá de mi entendimiento unas pisadas rítmicas que parecen acercarse. No obstante, su sonido se atenúa constantemente y pierden significado. ¿Será, tal vez, el gigante hembra? Aquí acaba mi trágica historia: nacido para la batalla murió en ella.
-Míralo. Durmiendo en mitad del pasillo. Normal, lo hemos tenido todo el día en el parque.
-¿Qué quieres, Carolina? En cuanto le he visto andar he ido corriendo a avisarte.
-Pero, ¿seguro? Con la de veces que hemos intentado enseñarle...
-Te digo yo que sí. ¿Cómo ha llegado aquí si no?
-Igual si le hubieses puesto bien la correa del carrito no habría llegado hasta aquí. ¿O es que ha aprendido solo también a quitársela? Anda, coge el sonajero, que lo tiene ahí tirado, y trae un pañal limpio. Ha sido demasiado esfuerzo para una sola tarde.
José Manuel Palenzuela Criado 2 Bach A